ADRIANO
El silencio de la casa me envolvió apenas crucé la puerta. Me quité la chaqueta y la dejé sobre el perchero, todavía sintiendo el eco de la noche en mis manos. Metí las manos en los bolsillos y avancé despacio por el pasillo hasta llegar a nuestra habitación.
Entré y me apoyé en la pared mirándola.
Ahí estaba ella.
Dalia, recostada sobre la cama, con las piernas cruzadas y un libro abierto entre las manos. Los rizos caían sueltos sobre su hombro, iluminados por la luz cálida de la lámpara de noche. Tan concentrada, tan hermosa, tan tranquila… mi pecho se llenó de paz al verla.
Sonreí. Porque esa era la imagen que borraba todo lo demás. La sangre, las sombras, las voces de los hombres que había dejado atrás. Nada de eso existía cuando la miraba a ella.
Dalia debió sentir mi mirada porque levantó los ojos. Nuestras miradas se encontraron y su sonrisa explotó, suave, luminosa, como un faro que me devolvía a casa. Cerró el libro y lo dejó a un lado.
—Amor… llegaste.
Me acerqué sin