ADRIANO
El sol entraba perezoso por las cortinas, tibio, dorando los bordes de la habitación.
En el aire flotaba ese olor que había aprendido a amar: leche tibia, pañales, y el perfume suave de Dalia.
Ella estaba sentada en la mecedora, con uno de los bebés en brazos, pero su mirada… no estaba allí.
Sus ojos seguían al vacío, y su sonrisa, esa que siempre me devolvía la vida, parecía haberse escondido en algún rincón de la casa.
—Amor… —susurré, acercándome—. ¿Dormiste algo?
Asintió sin mirarme.
Solo eso.
Un gesto pequeño, frágil.
El tipo de silencio que me erizaba la piel más que cualquier grito.
Los trillizos dormían, uno al lado del otro, habíamos decidido una cuna grande para los tres porque cada vez que los separábamos, lloraban extrañándose. Yo me quedé mirándolos unos segundos. Dalia no era la misma desde que salimos del hospital.
Sus risas se habían ido.
Ya no quería arreglarse, ni probar bocado, ni salir al jardín con los bebés como tantas veces lo habíamos soñado.
A veces se