ANNALENA
El zumbido del dolor me despertó antes que la luz. Mi brazo seguía inmóvil, envuelto en vendas y moretones.
Intenté moverlo, pero una punzada me cruzó el hombro y me recordó que la bala había hecho más que rozarme: había perforado el chaleco y atravesado la piel antes de incrustarse cerca del hueso.
—Perfecto… —murmuré, incorporándome con la torpeza de quien aprende a usar su cuerpo otra vez.
Fui a la cocina, arrastrando los pies. Preparar café con una sola mano era casi un acto de heroísmo; se me cayó la cuchara, derramé un poco de agua, pero el aroma caliente terminó llenando el silencio.
Me senté frente a la ventana, abrazando la taza, y por un instante imaginé que todo estaba en calma.
Hasta que la puerta se abrió de golpe.
Me giré y ahí estaba Armando, pálido, con los ojos tan abiertos que el alma se le salía por ellos.
Soltó el bolso al suelo y cruzó el pasillo casi corriendo.
—¿Por qué no me lo dijiste? —su voz fue un rugido con