DALIA
El aroma dulce de la masa recién horneada llenaba la cocina. Me limpié las manos con el delantal, satisfecha al ver todas las bandejas ordenadas sobre la mesa. Pasteles de vainilla, de chocolate, de maracuyá… mi pequeño mundo hecho de azúcar y paciencia. Mañana los llevaría a mi trabajo para que se vendieran. Papá siempre soñó con verme cumplir mis metas, y yo me había prometido que lo haría.
—Amor, ¿por qué no adelantamos la pastelería? —dijo Adriano, acercándose por detrás, con esa voz grave que siempre me estremecía. Sus brazos rodearon mi cintura y apoyó el mentón en mi hombro—. Puedo comprarte una mañana mismo.
Sonreí con ternura y negué suavemente.
—Adriano, debo terminar de estudiar primero.
—Pero te iría muy bien —insistió, besando mi cuello—. Tus pasteles son deliciosos, aunque no tanto como tú.
Reí bajito, estremeciéndome por el roce de sus labios.
—Sí, pero quiero terminar mi carrera universitaria. Se lo prometí a papá.
Él suspiró contra mi piel, como si se resignara