ADRIANO
Los días habían pasado con un extraño equilibrio entre guerra y calma. Mientras afuera los cuerpos seguían cayendo y la sangre empapaba las calles, dentro de mi mundo inmediato todo giraba en torno a proteger lo que más amaba. Y para lograrlo, cada pieza debía encajar.
La información que Gael había conseguido a través de Paolo era precisa, quirúrgica. Pero Enzo no se quedaba atrás: trabajaba como un maldito sabueso, siguiendo rastros, atando cabos, encontrando huellas que nadie más veía.
Esa mañana, mientras yo revisaba un par de informes, Enzo apareció en mi despacho con un fajo de papeles bajo el brazo. Su rostro serio solo se suavizaba cuando hablaba de trabajo bien hecho.
—Mira —dijo, extendiéndome los documentos sobre el escritorio—. Esa base que desbaratamos resultó ser su centro de operaciones. Pero no están quietos: por el aeropuerto llegaron diez más. Los tenemos en la mira. Mientras más lleguen, más mataremos.
Levanté la mirada, encontrando la suya. Fría. Determinada