GAEL MARCHANT
Había algo que siempre odié: deber favores. Pero con Paolo la cosa era diferente. Desde niños tuvimos esa relación de “te molesto, pero te salvo”. Él era la versión italiana de mí mismo: sarcástico, descarado, con esa capacidad de reírse en medio de un funeral. Quizá por eso me llevaba bien con él, o quizá porque al final sabía que si levantaba el teléfono, Paolo respondía. Nuestras madres siempre decían que eramos casi iguales, aunque yo siempre fui mas guapo.
Encendí mi laptop, me serví un whisky doble y marqué el número. El rostro de mi primo apareció segundos después en la pantalla, con la misma sonrisa que recordaba. Estaba en un despacho elegante, y detrás de él, una mujer hermosa se paseaba con una tablet en la mano.
—¡Primo! —saludó, alzando una copa de vino—. Qué milagro, ¿ya te acordaste de que existo?
Me acomodé en la silla, con mi sonrisa ladeada.
—No seas melodramático, Paolo. Ya sabes que solo te llamo cuando necesito algo. Y lo mismo haces, es nuestra rela