Atentado

DALIA

Los días pasaban. Había jornadas en que Adriano no me dirigía la palabra, y otras en que solo quería saber cómo había estado mi día. Su humor era tan cambiante como el viento antes de una tormenta. A veces me miraba con los labios apretados, otras desviaban la vista con un suspiro hondo, como si le pesara tenerme cerca... o necesitarme.

Yo me dedicaba a hacer mi trabajo mientras me dividía entre mi padre y él.

Las cosas con papá iban mejor: el tratamiento lo estaba haciendo sentir más fuerte, los medicamentos reducían su dolor y, poco a poco, estaba comiendo más. Incluso estaba recuperando peso. Verlo sonreír otra vez me hacía sentir que todo valía la pena.

Volví a casa con una sonrisa, el corazón latiendo con esperanza, estaba feliz. Entré a la habitación con paso ligero con pequeños saltitos como una niña pequeña, corrí las cortinas y abrí las ventanas. El aroma fresco de la tarde se coló en la habitación, mezclándose con el leve perfume floral que dejaban mis manos por la crema que aún traía puesta.

—Hola, cariño, llegué —canturreé, mirándolo con picardía.

Él me miró con el ceño fruncido, los labios en una línea delgada, la mandíbula visiblemente tensa.

—Ay, amargadito, el día está hermoso. Acabo de volver del hospital, mi padre está mucho mejor y ninguna de tus caras me hará perder el buen humor. Vamos a ponerte guapo, está por llegar lo que encargué.

—¿A qué te refieres?

—Es una sorpresa —respondí, estirando mis dedos como si guardara un secreto entre ellos.

Le puse un buzo y un chaleco, sintiendo cómo su piel se estremecía apenas al contacto con la tela fresca. Su respiración se hizo más pausada, como si intentara controlar el fastidio... o tal vez el orgullo herido. Limpié su rostro con suavidad y apliqué la crema, notando cómo la fragancia a almendras dulces flotaba en el aire.

— Deja de fruncir el ceño, te arrugarás, eres tan guapo, parecerás de 60 cuanto tengas 40.

Le dije bromeando con él. Entonces golpearon la puerta.

—Adelante.

Entró uno de los guardias con una silla de ruedas especial para él, no fue fácil conseguirla, Adriano era muy alto. La vi por el rabillo del ojo y, antes de que él hablara, Adriano gruñó.

—No, ni creas que me subirás a esa cosa.

—Ay, cosito... cree que puede negarse —bromeé con una sonrisa mientras me cruzaba de brazos—. A ver, evítalo.

—No quiero que me vean así, Dalia —dijo, bajando un poco la voz. Sus ojos se desviaron hacia la ventana, incapaces de sostener mi mirada.

—Nadie te verá. Estamos solos. Iremos al jardín. Necesitas tomar sol, vitamina D... o te convertirás en vampiro. Y en un vampiro muy gruñón y amargadito.

—Ayúdeme a subirlo —le pedí al guardia, en tono práctico.

Adriano apretó los dientes. Sus hombros estaban ligeramente rígidos, como si aún pudiera resistirse solo con el pensamiento. Pero al final, no dijo más. Entre los dos lo sentamos, a pesar de sus protestas murmuradas.

—Adriano, silencio, deja de reclamar. Te sacaré al jardín igual. Por favor, basta —le dije, apoyando una mano en su hombro. Noté cómo su piel estaba ligeramente fría, tensa bajo la tela.

Frunció el ceño como un niño malcriado y soltó el aire por la nariz, rindiéndose con un gesto casi imperceptible.

Empujé la silla de ruedas. El aire del jardín era cálido, envolvente. El canto de los pájaros se mezclaba con el crujido de las ruedas sobre el sendero de piedra. Sara había dado la orden de que nadie estuviera allí; estábamos completamente solos.

—¿Ves? Nadie te verá. Y dime que no se siente bien el aire en el rostro.

Él entrecerró los ojos al levantar la vista al cielo, pero no dijo nada.

—Vamos, amargadito, no seas pesado. Reconócelo: te hacía falta esto.

Seguimos en silencio hasta que vi unas matas de lavanda.

—¡Oh! Mira, tienen lavanda —exclamé con una sonrisa genuina.

Corrí hacia ellas, tomé algunas flores entre mis dedos, froté sus pétalos para soltar el aroma y me acerqué a su rostro. La fragancia envolvía mis muñecas.

—Huele —le pedí, acercándole la mano.

Él aspiró despacio. Sus ojos, por un segundo, se suavizaron.

—Huele bien.

—Es lavanda. Su aroma es relajante, son mis favoritas—murmuré, disfrutando el momento.

Volví a las matas... y de pronto, un sapo saltó. El chillido que lancé hizo eco en todo el jardín.

—¡¡¡AAAHHH!!! ¡Odio los sapos, odio los sapos! ¡¡Córrelo!! ¡¡Córrelo!!

Me escondí detrás de la silla, usándola como escudo, moviéndola de un lado al otro. Mi respiración se aceleró, los ojos bien abiertos y el corazón desbocado. El sapo seguía acercándose. ¡Estoy segura de que lo hacía a propósito!

— Aaaahhh Ayudame, ayudame, odio los sapos.

—¿Cómo quieres que te ayude si no puedo moverme? —rió Adriano, divertido.

—¡No sé! ¡Grítale, haz algo! ¡¡¡Aaah!!!

Di saltitos alejándome del animal hasta que volvió a las plantas. Estaba agitada y con el pelo hecho un desastre, pero cuando levanté la vista… Adriano se estaba riendo.

Riendo de verdad. Los ojos entrecerrados, la comisura de sus labios temblando, un brillo distinto en su mirada. Se reía de mí, sí, pero había humanidad en él.

—¿Te ríes de mi desgracia? ¿Qué clase de esposo eres?

—Uno que no quiere estar aquí.

—¡Arrgh! Ya. Vamos. Te he dicho que te odio.

—No, y no creo que sea cierto — Me dijo mirándome, sus ojos ya no eran tan fríos.

—¡Me caes mal! — Le dije y tomé la silla para volver.

De regreso, me ayudaron a acostarlo. Le cambié la ropa, le hice los masajes, sin palabras, solo escuchando su respiración y observando cómo su rostro volvía a estar serio… pero no tenso. Me acosté a su lado, con el cuerpo rendido.

—Buenas noches, amargadito.

—Buenas noches, niña sapo —contestó, y su voz tenía... ¿calidez?

—Ja, ja, ja. Qué gracioso...

El sueño me venció.

Hasta que algo me despertó.

Un sonido, un movimiento... y un gemido ahogado.

Abrí los ojos de golpe. Un hombre estaba encima de Adriano, presionándole una almohada contra el rostro. El terror me paralizó un segundo. Luego, un impulso me sacudió.

—¡¡¡SUÉLTALO!!! ¡¡¡AUXILIOOO!!!

Me lancé sobre él, sin pensar. Lo empujé con fuerza, y al caer, tomé el soporte metálico de suero y comencé a golpearlo. Cada golpe iba acompañado de un grito, de miedo, de rabia, de desesperación. El tipo me lanzó contra la mesita. Sentí un ardor en el brazo y la cabeza, pero me levanté como si no lo hubiera notado.

El atacante saltó por la ventana.

Corrí hacia Adriano. Su rostro estaba rojo, boqueaba por aire, su pecho se movía en espasmos.

—¿Adriano? ¿Estás bien? ¡Dime algo!

—Sí... sí estoy bien, pensé que moriría —susurró.

—Tranquilo. Estoy aquí. Estoy aquí, no te dejaré solo. —Lo abracé. No sé si fue impulso, miedo o necesidad, pero sentí que mi corazón se encogía.

En ese momento, entraron Sara y Susan, alertadas por mis gritos.

Yo seguía aferrada a él.

Aunque diga que lo odio…

El miedo de perderlo esta noche fue real.

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