ADRIANO
Odiaba sentirme así.
Vulnerable.
Débil.
Humillado.
Despertar en una habitación desconocida, con el cuerpo entumecido, cables saliendo de mis brazos, una mujer llorando a mi lado y diciéndose mi esposa… fue una de las experiencias más perturbadoras de mi vida.
El olor a desinfectante me quemaba la garganta; la piel, pegajosa de sudor frío. Cada pitido de las máquinas me taladraba la cabeza mientras intentaba recordar quién demonios era yo sin ese cuerpo fuerte y esa mente implacable.
Y luego mi madre…
Mi madre con esa mirada culpable que tanto odiaba.
La misma mirada que usaba cuando decidía por mí “por mi bien”. La misma que encendía mi furia.
—¿Cómo pudiste? —le había gritado—. ¿Casarme con una extraña? ¿Una mujer que ni siquiera es bonita?
Sentí cómo la ira me raspaba la voz. No era solo lo que había pasado; era la sensación de que me habían robado la elección, mi territorio, mi nombre.
Apenas recordaba mi accidente. Fragmentos, luces. Nada sólido.
Pero lo que sí sabía era q