Una amenaza con nombre y rostro
Narrado por Massimo
Eran las ocho en punto cuando el silencio, ese silencio antinatural, se clavó en mi pecho como una estaca helada. La casa estaba demasiado en silencio. No era el silencio habitual de una mañana de domingo perezosa; era un vacío, una ausencia que gritaba.
Liana no bajó a preparar el desayuno de Oliv, como solía hacer con esa rutina casi ceremonial que me irritaba y a la vez me tranquilizaba. No se escuchaban los estridentes dibujos animados que Oliv adoraba, ni el tintineo de los cubiertos contra los platos, ni, lo peor de todo, la pequeña risa cristalina que solía inundar las mañanas, esa risa que, a pesar de mis esfuerzos por ignorarla, siempre lograba colarse en mi despacho y suavizar los bordes de mi temperamento. Y, lo más alarmante de todo, no sentía su presencia. Ni la de ella, ni la de mi hija. Era como si el aire mismo se hubiera vaciado de su esencia.
Un escalofrío me recorrió la espalda. No era miedo, no aún. Era una premon