Entré a mi habitación, los músculos tensos, cada fibra de mi ser gritando por dentro, pero mi rostro y mis movimientos fingían una calma que no tenía. Caminé despacio, con movimientos precisos, casi calculados, como una actriz en su escenario personal, intentando convencer a una audiencia invisible de que nada en mí se estaba desmoronando, que la tierra bajo mis pies no se abría en un abismo silencioso. Cerré la puerta sin apuro, el clic suave resonando como un eco en el silencio abrumador de la casa. Luego, con una lentitud deliberada, encendí la lámpara de mi mesa de noche, dejando que su luz ámbar derramara una falsa calidez sobre la habitación. Fui directo al baño, cada paso resonando con un eco amortiguado en el mármol frío.
Tenía que fingir normalidad. Para él, para los posibles empleados que pudieran estar aún despiertos, incluso para mí misma, aunque el miedo me gritara por dentro, un eco constante que se negaba a acallarse. Mi corazón latía un ritmo frenético contra mis costi