Danna me dejó frente a la casa sin preguntar nada. No hubo una despedida, ni un atisbo de preocupación en sus ojos, solo una eficiencia fría y distante. Era como si supiera, con una certeza casi cruel, que cualquier palabra de su parte, incluso el más trivial "adiós", rompería el último hilo de resistencia que aún colgaba precariamente dentro de mí. El motor de su coche se apagó con un suspiro casi inaudible, el silencio se tragó el último eco, y su silueta se disolvió en la penumbra de la noche, dejándome varada en el umbral de lo que había sido mi hogar y ahora se sentía como una fortaleza enemiga.
Me bajé del auto con un nudo pétreo en el pecho, uno que había comenzado a formarse mucho antes, durante esa cena teatral. Había sido un veneno de digestión lenta, una premonición escalofriante que no me había abandonado, susurrándome sin cesar que el tiempo se me había acabado. Cada bocanada de aire se sentía densa, pesada, como si la atmósfera misma conspirara para aplastarme. Caminé ha