La noche cayó como un manto oscuro sobre el cansancio de Bianca. El agotamiento, tanto físico como emocional, la arrastró a un sueño profundo en el instante en que su cabeza tocó la almohada. Soñó con un día mejor, uno en el que las palabras no pesaran y los encuentros no la dejaran sin aliento. Se aferró a esa idea, a esa pequeña esperanza, y durmió como una roca.
A la mañana siguiente, lejos de la ciudad y de su rutina habitual, Jackeline se reunía con sus amigas en un café. La charla fluía, ligera y despreocupada, hasta que una de ellas pronunció el nombre de Bianca. La mención fue como una piedra arrojada a un estanque en calma, y el rostro de Jackeline se tensó.
—Oye, ¿saben qué? —dijo la amiga, ajena al cambio en la expresión de Jackeline—. La otra vez vi a Bianca y estaba realmente hermosa. No entiendo cómo las cosas terminaron tan pronto para ella y tu hijo. De verdad se veían muy bien juntos.
Jackeline se atragantó con el jugo que estaba bebiendo, soltando una tos seca y repe