Cinco años después, la pequeña Olivia, hizo su aparición en el estudio de diseño de su madre como un huracán de risas y color. Bianca no pudo evitar soltar una sonora carcajada al verla. La niña tenía el rostro completamente embadurnado de maquillaje, un auténtico mosaico de tonos brillantes, y luchaba por mantener el equilibrio mientras intentaba caminar con los tacones gigantes de su madre, arrastrando una de sus carteras de diseñador. Era una imagen hilarante, una travesura adorable de una chiquilla que ya mostraba una personalidad desbordante.
—¡Olivia! —exclamó Bianca, la voz teñida de diversión más que de regaño—. Pero ¿por qué te has puesto mis cosas? Y mira nada más tu rostro, ¡te has ensuciado toda la cara! —dijo, señalando la obra de arte que cubría el pequeño rostro.
La niña, con una sonrisa deslumbrante que revelaba un par de dientes de leche faltantes, se acercó a su madre.
—Mamá, es que me veo muy hermosa. Quiero parecerme a ti, así de preciosa.
El corazón de Bianca se