Bianca se despidió de los niños con besos voladores y la promesa de regalos, tal como habían exigido con su encantador descaro. Durante el vuelo a Nueva York, una extraña mezcla de nerviosismo y excitación se revolvía en su estómago, expandiéndose por cada rincón de su ser. Sabía que la emoción crecería sin lugar a dudas, igualando con creces la aprehensión inicial.
El regreso a la Gran Manzana se sentía peculiar, casi nostálgico. Demasiados recuerdos, algunos dolorosos, otros olvidados a propósito, habían quedado atrás. Volver al sitio donde muchos de esos ecos del pasado se habían fraguado era como ser lanzada de nuevo a un torbellino temporal. Sin embargo, Bianca se esforzó por verlo todo con otra perspectiva, por sonreír con optimismo y pensar positivamente. Todo lo amargo y lo malo tenía que haber quedado atrás. Esta era una nueva Bianca, una Bianca parisina, una diseñadora consolidada.
Al llegar, se instaló en un hotel reconocido, convenientemente ubicado cerca del epicentro de