El luto era un manto pesado que Vivian no lograba sacudirse. Perder a un hijo, pensaba, era un dolor grotesco, demasiado difícil de asimilar. Se sentía perdida, como si su vida ya no tuviera sentido sin Aitana. Entrar a la habitación de su hija fallecida era una labor titánica, un esfuerzo sobrehumano para lidiar con el hecho de que su cama estaría vacía, que ella no volvería a estar allí para recibirla.
Mientras sus ojos recorrían los objetos de Aitana, ese nudo familiar volvía a formarse en su garganta. Los recuerdos flotaban en su mente, y el olor de su hija, un aroma dulce y característico, seguía grabado a fuego en su memoria, en cada rincón de la habitación.
Vivian estuvo recorriendo la habitación durante algunos segundos, sus dedos acariciando una a una las posesiones de su hija, antes de sentarse finalmente al borde de la cama. Las lágrimas comenzaron a caer, silenciosas al principio, luego convertidas en sollozos. Odiaba el hecho de que el tiempo pasaba y pasaba, y ella no