27

El sol, un intruso descarado, se coló por la ventana, bañando la habitación de Eric con una claridad fastidiosa. Un rugido de frustración escapó de su garganta, pero el astro rey no cedió. Finalmente, con un suspiro de resignación, Eric espabiló todos sus sentidos y se levantó. El ritual matutino de arreglarse transcurrió en piloto automático, su mente aún anclada en la oscuridad de la noche anterior.

Al salir de la habitación, sus ojos se toparon con ellas: las fotografías. Aún estaban allí, en el centro de la mesita de café, un recordatorio mudo de la traición. La sangre le hirvió de nuevo. Las tomó con mano temblorosa, la rabia borboteando en su interior. Necesitaba quemarlas, reducirlas a nada, como su amor por Aitana se había convertido en cenizas.

Buscó un encendedor y, cerca de un tacho de basura, observó cómo las imágenes eran consumidas lentamente por el fuego. El ardor que sintió cerca de su mano no era solo el calor de las llamas; era la quemadura de la traición, el escoz
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