Eric se dejó caer en el sofá de su piso, el impacto sordo resonando en la quietud de la noche. Las pruebas —esas malditas fotos— seguían quemándole las manos, aunque ya no las tuviera. Aitana. La mujer a la que había amado con una devoción ciega, la que había jurado amarle, le había dado la cara de tonto.
Un payaso. Así se sentía.
La rabia, una bestia visceral, le arañaba el pecho, supurando veneno en cada latido. ¿Llorar por ella? ¡Jamás! No más lágrimas por esa mentirosa. La idea de que le había engañado quién sabe por cuánto tiempo le retorcía las entrañas. Ya no la amaba, no de la misma forma, pero la confusión lo carcomía, dejándolo vacío, hueco. La rabia, sin embargo, era real, densa, sofocante.
Sus manos, casi por inercia, buscaron de nuevo la fotografía. Una de tantas. Sus ojos se inyectaron de odio al clavar la mirada en el tipo que abrazaba a Aitana. Ese idiota. El mismo que había abrazado a Bianca. El ceño de Eric se frunció hasta dolerle. Si ese tipo —Steven, recordaba