El despacho de George Harrington estaba impregnado del aroma a cuero y a papel viejo, un santuario de control y poder. Jackeline se acercó a su marido, sus enormes ojos cafés con largas pestañas rizadas rebosantes de una curiosidad que apenas podía contener.
—George —empezó, su voz suave pero persistente—, quisiera saber qué ha pasado con Bianca. Me gustaría que me digas si ella se ha ido, porque sus padres no han comentado nada sobre algún regreso ni su paradero. Por eso quisiera saber…
George, que hasta ese momento estaba absorto en unos papeles, levantó la cabeza. Clavó su mirada en su mujer, y una sonrisa de tranquilidad y control se deslizó, dibujándose en su rostro.
—No te preocupes, cariño —le dijo, su tono calmado—. Ya me encargué de ese asunto. No tenemos que preocuparnos por algo así. Además, ya no tenemos nada que ver con esa familia. Recuerda que los papeles del divorcio ya fueron firmados. Así que no hay motivos para preocuparnos.
Un alivio profundo inundó a Jackeline. So