Félix seguía frente a mí. Su mano todavía rozaba mi labio, como si se negara a dejar que la tensión del momento anterior se evaporara. El silencio del vestíbulo era denso. El eco de las pisadas de Luca subiendo las escaleras se había apagado, dejándonos sumergidos en un espacio donde solo existía lo no dicho.
Yo ni siquiera sabía si respiraba.
Justo cuando Félix retiró lentamente la mano, como si el contacto le doliera tanto como a mí la ausencia, un ruido seco y metálico cortó el silencio. Luego otro, y un tercero, más fuerte y definitivo: el sonido inconfundible de una puerta siendo forzada en algún punto lateral de la mansión. El magnetismo que nos unía se rompió de golpe y ambos giramos la cabeza al mismo tiempo.
Félix reaccionó en una fracción de segundo. Su cambio fue total; dejó de ser el hombre vulnerable de hace segundos para convertirse, de nuevo, en Romanotti. El jefe.
—No hables, Abigail —ordenó, cortante, sin mirarme.
En el instante en que pronunció la palabra, toda la ca