volvería a firmar una y otra vez.

El sol se despedía lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo del Caribe de tonos naranjas, rosados y dorados que parecían pintados a mano por algún artista celestial. El rumor del mar acariciaba la orilla, con olas suaves que se rompían en espuma blanca sobre la arena fina. El resort se extendía a lo lejos, elegante, con luces cálidas que comenzaban a encenderse, pero Anne y Alexander habían preferido caminar descalzos hasta un rincón apartado de la playa, buscando un instante solo para ellos.

Anne llevaba un vestido blanco sencillo, de tela ligera que se movía con la brisa salada. Su cabello caía suelto sobre los hombros, y sus pies hundidos en la arena húmeda le daban una sensación de libertad que no recordaba haber experimentado antes. Alexander, con los pantalones doblados hasta las pantorrillas y la camisa abierta en el pecho, la miraba como si el mundo entero no existiera, como si en ese instante nada importara más que ella.

—No puedo creer que estemos aquí —dijo Anne en un s
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