La tarde comenzaba a teñirse de tonos cálidos, el sol colándose por los ventanales de la habitación principal de la mansión Lewis Benson. El ambiente era tranquilo, pero en el aire había algo distinto... algo denso, palpitante. Anne aún estaba entre los brazos de Alexander, sintiendo el calor de su cuerpo, la seguridad de su abrazo, y la intensidad de su mirada.
Alexander acariciaba su espalda con lentitud, como si temiera que se desvaneciera. Había algo en ella, en cómo lo miraba, que lo hacía sentirse en casa y, al mismo tiempo, lo impulsaba a perder el control.
—¿Nos quedamos aquí esta noche? —preguntó Anne con una voz suave, cargada de una dulzura que rozaba la seducción.
Alexander no respondió de inmediato. Se limitó a mirarla, como si quisiera memorizar cada línea de su rostro, cada curva de sus labios. Luego, con una sonrisa apenas esbozada, asintió.
—No quiero que estés en otro lugar que no sea entre mis brazos —dijo él, con voz grave.
Anne se sonrojó. Le encantaba ese lado su