Faltaban pocos días para la boda. Michelle ya había llegado, y nos habíamos puesto al corriente de todo lo que estaba sucediendo en nuestras vidas. Hablamos especialmente del testamento y sus cláusulas. Como abogada, pensaba que tal vez encontraría alguna laguna legal, pero el abogado de mi abuelo —su notario y hombre de confianza— era un viejo zorro. No contenía ningún error.
Mi abuelo se había encargado de que no existiera ninguna fisura legal. Así que tendría que cumplir con todo lo estipulado. Además, le comenté a Michelle sobre el contrato prenupcial —tanto el mío como el de Alexander— y casi se infarta al escuchar la cláusula sobre el hijo.
—¿Estabas ebria cuando firmaste esto? —exclamó Michelle al revisar el contrato—. ¡Estás obligada a tener un hijo! Eso te unirá para siempre a Alexander —concluyó, incrédula.
La escuchaba, pero no comprendía del todo lo que decía. Ni quería hacerlo. Yo pensaba en la boda, en lo que se venía. Me sentía enojada, pero no lo iba a demostrar.