El silencio de la tienda de Haldor era más opresivo que cualquier grito. Era el silencio de un depredador acechando a su presa. Haldor se paseaba de un lado a otro, la ira era un fuego que lo consumía por dentro. En el centro de la tienda, atada a una silla, estaba Christina. Su rostro estaba pálido, pero sus ojos azules brillaban con un fuego que hacía que la rabia de Haldor pareciera una simple chispa. Su silencio no era el de una prisionera asustada, sino el de una reina en guerra. Era una muralla infranqueable.
—¿No vas a suplicar, princesa? —dijo Haldor con una voz llena de burla, pero con una punzada de frustración—. ¿No vas a rogar por la vida de tu amado rey?
Christina lo miró, y la calma de su mirada era una bofetada. Su mirada era un dardo que atravesaba la máscara de arrogancia de Haldor.
—No lloro por un rey que no ha sido derrotado —dijo ella, su voz baja y segura. La cuerda en sus muñecas se sentía como una insignificante molestia. —Wolf se ha arrodillado por mí, pero ha