La mañana olía a tierra mojada y a miedo. Frente a frente, los dos ejércitos se preparaban. En una colina, la gente de Wolf, granjeros y cazadores con sus armas caseras. En la otra, los soldados de Haldor, con sus armaduras oscuras y sin emoción. Era la luz contra la oscuridad, la fe contra el poder.
Wolf y Haldor se encontraron en el centro del campo de batalla. Haldor montaba un caballo negro y se veía orgulloso. Llevaba una cadena en su mano, una que sostenía a Christina. Ella caminaba, con la cabeza en alto, su rostro pálido pero firme. El dolor de verla prisionera le quemaba el alma a Wolf. Ella no lloraba, no suplicaba. Su silencio era un grito más fuerte que cualquier palabra.
Haldor sonrió, una sonrisa fría y cruel.
—Mira, hermano. ¿No te parece que esta es una imagen bonita? El rey que perdió su reino, el que se arrodilló por una mujer.
Wolf sintió que la rabia le nublaba la vista. Apretó los puños.
—No sabes nada del amor, Haldor. Lo único que conoces es el poder y el odio.