El aire de la noche, pesado y opresivo, era más que el simple frío; era el peso de una verdad que ya no podía ser enterrada. En el campamento de Haldor, los guardias que habían presenciado la brutalidad del rey se dispersaron en la oscuridad, sus siluetas se arrastraban como fantasmas bajo la luz pálida de las estrellas. El cuerpo del veterano yacía en la tierra, un recordatorio sangriento de que la lealtad tiene un precio, y que el miedo no es un escudo contra la crueldad de un tirano.

Un grupo de tres guardias se detuvo cerca de la tienda de provisiones, sus voces eran poco más que susurros rotos por el miedo y la rabia.

—No se movió —dijo un hombre robusto, su aliento era un vapor blanco en la noche—. El viejo Kael no se movió. Murió de pie.

—Él era como un padre para todos nosotros —susurró otro, un joven de rostro afilado llamado Lyas—. Luchó junto a Haldor desde el principio. Y así le pagó… por defender a una mujer desarmada.

El tercer guardia, un hombre silencioso llamado Jorun