Kael desmontó a toda prisa. Su corazón latía con fuerza contra el pecho, y llevaba el cuerpo de Christina, que apenas se movía, en sus brazos. Siguió la luz fuerte y brillante del fuego, cojeando por el largo viaje a caballo. La luz venía de una cabaña de madera sencilla, el único lugar que parecía tener vida en mitad de la noche.
Empujó la puerta con el hombro. La madera vieja se abrió con un fuerte chirrido, pero Kael no se detuvo a pedir disculpas por la interrupción.
El interior era cálido y el aire se sentía espeso, con olor a tierra, a hierbas secas y al metal limpio de las herramientas. Sentada junto al brasero, calentando un tazón de algo humeante, estaba Astrid.
Ella no levantó la voz ni mostró pánico al ver a Kael de la Guardia Real entrando en su casa de noche. Sus ojos, iguales a los de Wolf, se fijaron primero en Kael y luego en la figura vestida de seda que Kael sostenía.
—Christina—, dijo Astrid. Su voz era seria y con una fría decisión. Al ver la sangre, el tazón que so