La noche había caído sobre la ciudad como un terciopelo oscuro salpicado de luces. El asfalto aún guardaba el calor del día, y las farolas dibujaban halos dorados en el camino que conducía a la mansión de Jimena. Tiago conducía con una calma engañosa, los dedos relajados sobre el volante, pero con la mente incendiada de anticipación.
Al doblar por el camino privado, las ruedas de su auto crujieron sobre la grava perfectamente cuidada. Desde la distancia, la mansión se erguía imponente, bañada por la luz suave de las lámparas de la entrada. Un par de siluetas del personal se movían cerca de la puerta principal, abriendo y cerrando discretamente, como si el lugar mismo estuviera vivo y expectante.
Tiago aparcó, apagó el motor y salió del coche. El aire nocturno estaba impregnado del perfume tenue de las bugambilias y el jazmín que trepaban por los muros laterales. Apenas puso un pie en el primer escalón, la puerta se abrió, y allí estaba ella.
Jimena.
Vestía un vestido de satén color vi