4. Vergüenza.

Zaira

Observo los papeles y las deudas de mi madre esparcidos sobre la mesa, sin deseos siquiera de levantarme. No he tenido fuerzas últimamente. Siento que mi cuerpo pesa toneladas, y mi mente simplemente no deja de girar.

Todavía no comprendo cómo terminé despertando en aquella cama de hotel. Ese recuerdo me atormenta. Me hace sentir la mujer más desvergonzada del mundo. Cierro los ojos y mi mente viaja una semana atrás.

Cuando abrí los ojos aquella mañana, el miedo me invadió por completo. Estaba desnuda,  me levanté de un salto, buscando desesperadamente mi ropa. Mis manos temblaban al vestirme; luego corrí al baño, lavé mi rostro con agua fría intentando despertar de lo que parecía una pesadilla. Pero no lo era.

Me puse los tacones con torpeza y miré a mi alrededor no había nadie. La habitación estaba en silencio, un silencio tan pesado que me oprimía el pecho. Tenía preguntas, pero en cuanto bajé la mirada y vi mi cuerpo cubierto de chupetones, y sentí la sensibilidad de mi piel, entendí lo que había pasado.

Había tenido intimidad con alguien y no recordaba nada.

Cerré los ojos, las lágrimas me quemaron el rostro. ¿Cómo era posible? ¿Cómo pude no recordar? Solo tengo fragmentos borrosos de la noche anterior. Diego acercándose con una sonrisa confiada, ofreciéndome una bebida, pidiéndome que bailara para él. Me negué rotundamente, porque sabía lo que buscaba. Siempre ha estado detrás de mí, insinuando cosas que yo jamás permitiría.

El hecho de trabajar en el club no significa que quiera vender mi cuerpo. Pero parece que para muchos hombres no hay diferencia.

Recuerdo el sabor dulce de aquella bebida y nada más. Todo se vuelve confuso. Su risa, la música, las luces y después oscuridad. Tal vez me echó algo en la copa. Tal vez por eso mi cuerpo no respondió, por eso mi mente se apagó y mi dignidad quedó tirada en una cama desconocida pero, sabia que no era Diego pero si un desconocido.

Ahora me siento sucia, vacía. Me tapo el rostro con las manos mientras me siento en el borde de la cama. No tengo muchos recuerdos, solo esa sensación de asco y vergüenza que me consume.

¿Quién era ese hombre? ¿Por qué permitió que pasara? ¿Por qué no me detuvo, o peor aún, por qué se aprovechó de mí?

Al girar la mirada hacia la mesita de noche, veo un billete. Mi estómago se revuelve.

—Maldito estúpido —susurro con rabia, soltando un suspiro que me quiebra por dentro.

Lo tomo con las manos temblorosas y lo guardo en mi pequeño bolso.

Quizás pensó que era una prostituta.

“Pero si lo eres”, me dice una voz cruel en mi interior.

—No, no lo soy… —respondo en voz baja, como si intentara convencerme—Solo lo hago por necesidad… por mamá.

Digo esas palabras para calmar mi culpa, para justificar lo injustificable. Si tan solo alguien entendiera que no tengo elección. Que lo hago porque no hay otra forma de sostener esta casa, de pagar sus medicamentos y las deudas.

Salgo del hotel con la cabeza agachada. Un guardia en la entrada me observa, y me doy cuenta de que es un automotel. Siento el calor subir a mis mejillas. La vergüenza me ahoga. Camino apresurada, tratando de cubrir mi cuerpo con la chaqueta. Detengo un taxi; por suerte se detiene.

—Por favor, lléveme a la carretera norte —digo con voz quebrada—. Le indicaré la calle cuando estemos cerca.

El taxista me observa a través del espejo retrovisor. Esa mirada sucia, cargada de lascivia, me hace desear desaparecer. Seguramente piensa que soy una cualquiera. Maldigo en silencio el vestido ajustado que llevo, la pintura corrida en mis labios, las huellas de una noche que no pedí. No quiero ni imaginar qué aspecto tengo.

Llevo una semana evitando el trabajo, inventando excusas para no regresar al club. Le conté a mi jefe lo que pasó con Diego, esperando que al menos me escuchara, pero su respuesta fue tan fría como un puñal.

—Diego es uno de nuestros mejores clientes. No creo que quisiera sobrepasarse contigo. Tú aceptaste su bebida, Zaira. Así que, si pasó algo, es tu culpa.

No dije más. No valía la pena. Salí de allí con el alma en pedazos.

Karen, mi compañera, me dijo que vio esa noche cuando salí con un desconocido que no era Diego. Me comentó que el tipo era de buen vestir, que se notaba que tenía dinero, pero también que estaba ebrio. Me miró con lástima. No le supe responder. ¿Qué podía decirle si ni yo entendía qué había pasado?

Sacudo la cabeza, tratando de alejar esos recuerdos que me atormentan. Miro nuevamente los recibos y las cartas del abogado sobre la mesa. Las deudas siguen ahí, tan reales como mi culpa.

¿Por qué debo cargar con todo esto yo sola? ¿Por qué mi hermana no puede hacerlo también?

Pero sé la respuesta. Porque siempre he sido yo quien sostiene esta casa, quien paga los platos rotos, quien se mancha las manos para mantenernos a flote.

Y aun así el precio que he pagado es demasiado alto.

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