Mi lobo dentro de mí estaba inquieto, gruñendo, presintiendo la tormenta que se avecinaba.
Rambo a mi lado con su mandíbula tensa. Detrás de nosotros, nuestra manada: betas.
Cuando llegamos a la frontera, los vi.
Un ejército de betas aguardaba, uniformados con armaduras de cuero negro y símbolos del Reino del Agua grabados en el pecho.
Claudia estaba al frente, su cabello trenzado, los ojos fríos como el hielo.
A su lado, Naia.
—¿Qué demonios es esto, Naia? —rugí.
Ella avanzó unos pasos, con la sonrisa de quien cree tener la partida ganada.
—Venimos a reclamar lo que es nuestro.
—¿Y qué es exactamente lo que crees que te pertenece? —gruñí.
Naia se irguió, orgullosa, como si su palabra fuera ley.
—Quiero a mi hijo —anunció.
Me quedé helado un segundo.
Luego, reí. Un sonido seco, rabioso.
—No te vas a llevar a Lucian —espeté—. Ni hoy, ni nunca.
Ella entrecerró los ojos, como si esperara esa respuesta.
—Ronan, nadie en tu manada aceptará un líder que no sea hijo de su alfa legítimo —dijo