La calle estaba inmóvil. Tan quieta que Ionela creyó, por un segundo eterno, que el tiempo se había detenido solo para ella. Christian continuaba de pie frente a la entrada del edificio de Adara, como si la hubiera estado esperando desde que el mundo naciera. Su sonrisa era una hoja afilada: fina, curva, cruel.
Ionela sintió que las manos se le enfriaban. El corazón le golpeaba como un tambor descontrolado.
Christian inclinó apenas la cabeza.
—No esperaba recibir visitas tan… insignificantes —murmuró con un susurro que helaba los huesos—. Aunque debo admitir que tienes mérito. No es común ver a un humano caminar de frente hacia aquello que sabe que puede matarlo.
El amuleto en la muñeca de Ionela vibró con fuerza, casi quemándola. Era la voz de Eryndor tratando de abrirse paso:
—¡Ionela, retrocede! ¡No lo mires! ¡NO LO MIRES!.
Pero ella no podía moverse. Algo en los ojos de Christian la había atrapado. No era magia… era otra cosa. Algo que nacía del puro poder, de una presencia que do