La noche rugía. El bosque era un campo de fuego y sombras. Los licántropos de Christian salían de entre los árboles como bestias desatadas, con el olor a hierro y sangre llenando el aire.
Vladislav se movía con una seguridad letal, como una sombra en la oscuridad. Cada golpe suyo era un rugido de su poder ancestral, un recordatorio de quién era el verdadero Alfa.
Florin, a su lado, cortaba el aire con un par de dagas plateadas, mientras Blade se lanzaba contra tres enemigos a la vez, riendo con locura, disfrutando la carnicería.
Pero no podían contenerlos a todos. Eran demasiados.
Ionela, escondida tras una roca, y rodeada por cuatro licántropos de Vladislav, temblaba. Podía sentir las vibraciones del suelo, los gruñidos, los gritos de dolor. No entendía cómo había llegado allí, pero sabía que si salía, moriría.
Adara, en cambio, no podía quedarse quieta.
Su mente bullía con la desesperación.
«Debo ayudar. No puedo verlos caer», pensó sin sentir un mínimo de temor.
—¡Adara, no te ale