El bosque respondió primero con un crujido. No un sonido natural, no el susurro típico del viento entre las hojas, sino un quiebre profundo, como si las raíces mismas se estuvieran acomodando ante una presencia que tenía siglos sin manifestarse.
Ionela tragó saliva, retrocediendo un paso.
—Adara… eso no fue normal.
Adara no contestó. Sus ojos, aún impregnados del brillo profundo recién recuperado, buscaban entre las sombras del bosque algo que su cuerpo ya había sentido. Una vibración que no salía de la tierra… sino del aire mismo. Como si el mundo estuviera inhalando antes de pronunciar un nombre que parecía olvidado, que nadie debería recordar.
El viento volvió a soplar, esta vez más fuerte, girando alrededor del claro con movimientos circulares. Las hojas se alzaron, suspendidas, sin caer. Ionela levantó un brazo para cubrirse la cara.
—¿Esto también es tuyo? —preguntó, sin saber si deseaba un sí o un no.
Adara no sabía responder. Sentía su pecho expandirse, no por miedo, sino por