El ser avanzó un paso, y el suelo pareció hundirse bajo su peso, aunque no dejaba huellas. Su forma era una contradicción viviente: un cuerpo que parecía humano en proporciones, pero hecho de sombras compactas, con bordes que vibraban como si estuvieran sujetos por hilos invisibles. Allí donde deberían estar sus ojos, dos abismos blancos se abrían sin parpadear.
No emitía sonido. No respiraba. No olía a nada vivo.
Ionela, temblando, se interpuso de inmediato entre la entidad luminosa y la sombra.
—¿Eso te está siguiendo desde antes? —preguntó con un hilo de voz, sin apartar la vista de la criatura.
La presencia luminosa se alzó un poco más, expandiéndose, como si se preparara para cubrir un terreno más amplio.
—No la sigue… —respondió—. La rastrea desde que fue fragmentada. Ese es su propósito: que nunca pueda recomponerse.
Adara sintió cómo las palabras le perforaban el pecho, pero el miedo no era para ella. No esta vez. Su mirada estaba clavada en el cazador.
Había algo conocido en