(perspectiva de nerya)
🌕🌕🌕🌕🌕🌕🌕🌕🐺🌑🌑🌑🌑🌑🌑🌑🌑🌑🌑 Los tres Morthaal irrumpieron en el salón como una sombra viva. Altos, de piel cubierta por un pelaje negro absoluto, con cuerpos poderosos y erguidos. No eran lobos comunes: sus garras eran espadas, sus ojos brasas heladas. Todo en ellos olía a muerte. El líder iba al frente: imponente, seco como una raíz antigua, y más cruel que el filo del invierno. A su lado, dos sombras más lo escoltaban. Uno de ellos, enjuto, de mirada retorcida, se lamió los colmillos lentamente, saboreando el aroma de la carne cocida y las frutas maduras. El otro, fornido y cicatrizado, cargaba un rencor visible en los hombros. Miraba el lugar como si ya hubiera decidido a quién mataría primero. La voz del líder fue un disparo en la quietud: —Miren, Hermanos —escupió con rabia—. Ustedes brindan, se llenan la boca de historias y manjares… mientras nosotros nos pudrimos en los pantanos. Comiendo carroña. Respirando podredumbre. Olvidados. Algunos se removieron incómodos en sus asientos. Había verdad bajo la rabia. Darkan, el Alfa, dio un paso al frente. —Tú y los tuyos no fueron invitados. El líder Morthaal avanzó un poco más. Las antorchas parpadearon. —Y sin embargo, aquí estamos. La sangre no se controla con invitaciones… solo con territorio. Su mirada barrió la sala como un cuchillo buscando carne. —La ley es clara, Alfa —dijo, con voz baja pero llena de acero—. Todo desterrado que cruce los límites de tierra Varkal… su sangre me corresponde. Lo sabes. Está escrito. En pacto antiguo, en fuego y lodo. Un murmullo recorrió el salón. Sabían que tenía razón. La ley era vieja… y brutal. Darian Ravencourt, del clan Virell, se levantó. —Estás rompiendo un tratado al irrumpir aquí de esa forma. Uno de los Morthaal lo miró fijamente. Sus ojos se encendieron. Darian se llevó las manos a la cabeza. —¡No... no! ¡Ella... ella aún grita! ¡Sáquenla de mi cabeza! Cayó al suelo, convulsionando brevemente. Lo que había visto —o sentido— lo había roto por dentro El Morthaal soltó una risa rasposa. —Eso fue solo un susurro. Yo irrumpí en ese momento, respirando agitada. —¡Basta! ¡Esto no es una arena! El líder Morthaal giró el rostro hacia mí. Su mirada era un pozo sin fondo. —Calla, mestiza. La palabra cayó como una piedra en medio del silencio. —Si alguien aquí es indigno, eres tú —continuó, caminando hacia mí con una calma tan letal como el veneno—. Deberías haber muerto junto a tu madre por mancillar nuestra sangre. Pero suplicó… suplicó como una perra mientras yo le arrancaba los gritos y su carne se derritia en sus huesos. Lloró, lloró hasta que no pudo más. Y tú, eres su maldición. Sus palabras me atravesaron como cuchillas. Mi respiración se hizo corta, mis puños temblaron cerrados. Un destello de imágenes me atravesó: mi madre llorando, gritando, rogando. Algo dentro de mí se encendió, una mezcla de vergüenza, furia y asco. Milla gruñó, sus colmillos expuestos, y Kaen se levantó con los ojos encendidos, pero nadie se atrevía a dar un paso más. La tensión era un cuchillo que nos cortaba la piel. El Morthaal se detuvo justo frente a mí, su voz aún más baja, más afilada. —Solo las reglas de este salón te salvan. Pero si vuelvo a verte fuera de ellas… terminaré lo que debí hacer aquella noche. Volvió la vista al Alfa. —Entrégame al carroñero, Darkan. No te lo pido. Te lo exijo. No cumplir la ley… sería debilidad. Y tú no quieres que el resto lo vea. El silencio era un peso insoportable. Solo se oía el temblor de una cuchara caída. El Alfa no respondió de inmediato. Y allí, entre la tensión, el miedo y la rabia… el juicio sobre Auren estaba a punto de decidirse. 🌑🌑🌑🌑🌑🌑🌑🌑🌑🌑🌕🌕🌕🌕🌕🌕🌕🌕🌕