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Filo,Garras y Mentiras

(Narrado por Auren y Nerya)

Auren

La criatura había cruzado la frontera. Otra abominación escapada de las manos temblorosas de los alquimistas de Valtheris.

Ysmeria, la Monarca Noctaryn, me entregó la orden con su habitual desprecio. Su voz era un filo afilado como el acero:

—Auren, escúchame bien. Traerás la cabeza de esa aberración. No me interesa si te desangras en el intento. Y si regresas con las manos vacías… volverás sin la tuya.

No había opción. Ni tregua. Así eran nuestras misiones. Así era ella.

Yo no era su guerrero. Era su herramienta. Y las herramientas no discuten.

El “Error”, como lo llamaban en la Corte de la Sombra, era un experimento fallido. Un híbrido imposible entre humano, Varkal y Noctaryn. Pero no había fallado en poder. Solo en obediencia.

Lo rastreé durante días, siguiendo un camino de caos desde los campos marchitos del este hasta los límites boscosos del norte. La criatura no dejaba huellas claras. Solo cuerpos rotos, ramas quebradas y un hedor que infectaba el aire.

Finalmente, lo encontré.

En tierra Varkal. Justo cuando estaba a punto de destrozar a alguien.

Una mujer. Cabello oscuro. Postura firme a pesar del miedo. El temblor contenido en sus hombros.

No era una civil. Era una de ellos.

Mi espada fue lo primero que vio la bestia. Salté sobre ella y la hoja atravesó carne podrida, cortando tendones y hueso. La criatura aulló y me lanzó un zarpazo brutal que desgarró mi costado.

El dolor me arrancó el aire. La sangre caliente empapó mi ropa. Pero aún respiraba.

El Error se revolvió, herido pero no muerto. Giró y huyó entre la maleza.

La mujer seguía viva. Eso era un problema.

No debía haber testigos.

Mi mirada cayó sobre ella. La respiración de la mujer era irregular, pero firme. Estaba inmóvil, entre árboles y humo. Mi mano se cerró sobre la empuñadura de la espada.

Un golpe limpio. Uno solo. Sin ruido. Sin gritos.

Pero mis fuerzas flaquearon. El dolor latía como un tambor en mis costillas.

Demasiado tarde.

El metal cayó de mi mano. El mundo se inclinó a mi alrededor. La oscuridad me abrazó antes de poder acabar con ella.

Nerya:

Corría.

El bosque me devoraba, implacable. Las ramas arañaban mi piel, el barro se me pegaba a las piernas. Cada paso era una lucha por no caer.

Algo me seguía.

Demasiado veloz para un animal. Demasiado errático para un lobo.

Estaba sola.

La luna lo sabía. Llena. Voraz. Observadora de tragedias.

La criatura rugió detrás de mí. Un sonido que no pertenecía a este mundo: una mezcla de gruñido, gemido y locura.

No pude esquivarlo. Tropecé. Caí y la tierra me golpeó con una fuerza sorda.

Estaba por morir. Y ni siquiera entendía por qué.

Entonces, una sombra descendió.

Un golpe. Un aullido. La criatura se retorció, herida.

Entre el caos, el resplandor de una espada. Y un hombre —alto, de mirada gélida, rostro endurecido por cicatrices, ojos como la noche más cerrada— se interpuso entre la bestia y yo.

—¡Corre! —gruñó.

Pero no lo hice. Me quedé. Observé.

No era uno de los nuestros. No olía a bosque ni a sangre de manada. Olía a algo más oscuro. A muerte.

Entonces lo supe.

No era un Varkal.

Era un carroñero. Un Noctaryn.

Y sangraba.

La criatura lo había herido, pero había huido. Lo dejó allí, tambaleante, entre la maleza.

Me miró. Su mirada era un abismo. No miedo. No súplica. Solo cálculo. Frialdad. Y algo más… algo destinado.

Entonces cayó.

Me acerqué lentamente. Su sangre teñía la tierra.

—¿Quién eres? —susurré, aunque sabía que no respondería.

No entendía por qué un Noctaryn me había salvado. O si realmente lo había hecho por mí.

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