Gabriele caminaba de un lado a otro en su despacho, incapaz de encontrar un maldito respiro. El peso de sus decisiones lo aplastaba.
Había traicionado al Consejo. Había escupido sobre todo aquello que alguna vez juró proteger.
Todo por ella.
Por su luna.
Por la mujer que era la única razón por la que todavía respiraba.
Y ahora... ahora estaba solo con su rabia, su culpa y el sabor amargo del fracaso.
El timbre del teléfono retumbó en la casa vacía. Gabriele apretó la mandíbula y respondió de mala gana.
—¿Qué? —gruñó.
La voz nerviosa de uno de sus hombres atravesó la línea.
—Señor... la subasta... fue un desastre. Se llevaron a todos. Humanos, ceros, varios alfas también. No sabemos cómo ocurrió, fue rápido, fue—
Gabriele cerró los ojos, sintiendo que la ira le subía como una marea furiosa.
Lo sabía. Lo sabía en el fondo de sus huesos que esto pasaría.
—Yo me encargaré —dijo en voz baja, amenazante. Colgó antes de escuchar más excusas.
Se apoyó en el borde del escritorio,