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Apenas Giorgio se fue, el silencio volvió a caer en el salón. El eco de sus palabras, de su boca sobre la mía, seguía retumbando en mi mente, haciéndome dudar de lo que estaba haciendo.

Me toqué los labios con furia, maldiciéndome por cada fibra de mi cuerpo que aún lo deseaba.

—Maldito seas, Giorgio —susurré entre dientes—. No tienes derecho…

No tenías derecho a remover lo que había enterrado. No tenías derecho a despertar lo que tanto me había costado silenciar. Yo no era esa mujer. No más.

—¿Estás bien?— me preguntó Pietro. Yo lo mire y le di una sonrisa.

—muy bien, ahora largo— le dije.

El asintio y salió de casa, yo fui escaleras arriba, haata llegar a mi habitación.

Entre y me quedé allí, por un momento pensando en lo que había pasado, mi estúpido corazón no dejaba de palpitar.

Caminé hacia el enorme ventanal, tratando de calmar mi respiración. El reflejo del cristal me devolvió una imagen que odiaba: mis mejillas encendidas, mi pecho agitado, mi mirada nublada.

Ese bes
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