El alba asomaba pálida, bañando el bosque con una luz gris que parecía no calentar. Elia despertó con el libro aún abierto sobre su regazo, una página marcada por su mano dormida. Al incorporarse, el cuero crujió suavemente, y la runa en su pecho respondió con un breve destello.
Había soñado. O algo parecido a soñar. No era un recuerdo suyo, pero tampoco una visión. Era una canción sin voz, una cadencia antigua. Cuando abrió los ojos, aún podía oler humo de leña y escuchar el tintinear de campanas muy lejanas.
El sonido no venía del exterior, sino de su memoria ancestral. Cada campanada vibraba en su esternón como una señal: un llamado ritual. No eran campanas de alerta. Eran campanas de umbral. De paso.
—No dormiste —dijo Lena desde la puerta. Su voz era baja, pero no cansada. Traía una taza humeante en las manos, y algo en su mirada tenía el color de los días antiguos.
—No quise —respondió Elia—. Sentía que si me dormía, me perdería algo.
Lena asintió. Le ofreció la bebida y se sent