6

Killian

El viento nocturno acariciaba mi rostro mientras me adentraba en el bosque. Los árboles susurraban secretos antiguos, y cada crujido bajo mis botas resonaba como un eco de mi determinación. No podía ignorar más la conexión que sentía con Ariana. Si ella era mi mate, necesitaba respuestas.

La seguí hasta el río donde solía jugar de niña. El agua fluía tranquila, reflejando la luz de la luna. Allí estaba ella, con la mirada perdida en el horizonte, ajena a mi presencia.

¿Pensabas que podrías esconderte de mí?mi voz rompió el silencio.

Ariana se giró lentamente, sus ojos brillaban con una mezcla de sorpresa y desafío.

No me escondo.Su tono era firme, pero su cuerpo traicionaba su calma aparente.

Me acerqué un paso, acortando la distancia entre nosotros.

Entonces, ¿por qué huyes cada vez que me acerco?

Ella desvió la mirada, sus labios temblaban ligeramente.

Porque esto no puede ser.Susurró.

La tensión entre nosotros era palpable. Cada fibra de mi ser clamaba por acercarme más, por tocarla, por reclamar lo que sentía que era mío.

No puedes negar lo que hay entre nosotros.

Ariana levantó la vista, sus ojos llenos de determinación.

No eres mío.Sus palabras eran firmes, pero su voz temblaba.

Me detuve, sorprendido por la intensidad de su rechazo.

¿Eso es lo que realmente sientes?

Ella no respondió, pero su silencio decía más que mil palabras.

El río seguía su curso, ajeno a nuestra tormenta interna. Sabía que este no era el final, pero también comprendía que forzarla no era el camino.

No te presionaré, Ariana.Dije finalmente.Pero recuerda, un alfa no se doblega, y yo no me rendiré tan fácilmente.

Me di la vuelta y me adentré en la oscuridad del bosque, dejando atrás el murmullo del río y el eco de nuestras palabras no dichas.

—No me escondo —repitió ella, con el mentón en alto y esa mirada suya que quemaba más que cualquier fuego.

Mentía.

La forma en que sus dedos se apretaban contra el dobladillo de su chaqueta la traicionaba. Su postura era de una loba preparada para correr… o atacar. Pero sus ojos… sus ojos me contaban otra historia. Una en la que el deseo y la rabia se cruzaban como dagas.

—Entonces, ¿por qué siempre corres antes de que pueda decir una sola maldita palabra?

Di un paso al frente, y el crujido de las hojas secas bajo mis botas pareció romper algo entre nosotros. Ella no retrocedió. No esta vez. Me observó como si ya hubiera luchado mil batallas conmigo y estuviera cansada… y, sin embargo, dispuesta a dar una más.

—Porque hablar contigo es como caminar sobre brasas —dijo. Su voz no tembló, pero su lobo sí. Lo sentí. Vibraba en el aire como un tambor de guerra contenido—. Y porque si me quedo un segundo más… no respondo por mí.

Me reí, seco. Sarcástico.

—Dilo. Porque si te quedas, podrías terminar queriendo algo que juraste odiar. ¿Eso es, princesa?

Apretó los dientes, y por un segundo pensé que me iba a escupir en la cara.

Pero no lo hizo.

En vez de eso, sus ojos se posaron en mi pecho, como si pudiera atravesar mi piel y leer todo lo que había dentro. Y joder, ojalá pudiera. Porque tal vez así entendería por qué me quemaba verla huir. Por qué mi lobo rugía cada vez que la olía en el viento, por qué no podía cerrar los ojos sin que su rostro invadiera mis malditos sueños.

—No soy tuya —dijo, bajito, pero con filo. Como si cada palabra fuera una daga apuntada a mi pecho.

Di otro paso. Luego otro. El aire entre nosotros se tensó como un cable a punto de romperse.

—¿No? ¿Entonces por qué tiemblas, Ariana?

Mi voz descendió en un susurro áspero. Ella estaba a menos de un metro. Y podía olerlo. El miedo. El deseo. La lucha que libraba entre sus propios instintos y esa pared de orgullo que se había construido durante años.

—No soy tuya —repitió, más firme. Pero la voz le falló al final. Un leve quiebre que ningún Alfa dejaría pasar.

Yo no era cualquier Alfa.

—Tal vez —murmuré, inclinándome apenas hacia ella—, pero mi lobo cree lo contrario. Y creo que el tuyo empieza a estar de acuerdo.

Ella no se movió.

La brisa trajo su aroma otra vez. Dulce. A lluvia, a peligro, a promesas que nunca me harían bien pero que aún así perseguiría como un condenado. Cada parte de mí estaba en guerra. Mente contra cuerpo. Razón contra instinto. Pero Ariana era el tipo de batalla en la que uno no se rendía. Se entregaba.

—¿Sabes por qué vine? —pregunté, casi sin aire—. Porque cada vez que cierro los ojos veo esa maldita escena en el bosque. Tú, girándote para no mirarme. Tú, conteniéndote. Tú… tan cerca y tan jodidamente lejana.

Ella parpadeó. No esperaba que hablara así. Con honestidad. Con rabia.

—No puedes seguir así —susurró.

—Tampoco puedo fingir que no siento esto. Que no me quema cada vez que estás cerca.

Entonces supe que tenía que decirlo. Que aunque me destrozara la garganta y el alma, debía ponerlo sobre la mesa. Porque Ariana no era una loba cualquiera. Era la única capaz de hacerme temblar.

—Si eres mi mate, Ariana… no voy a ignorarlo. No puedo.

Silencio.

Podía oír el latido de su corazón.

Ella tragó saliva. Sus manos se cerraron en puños a sus costados. Parecía lista para estallar. O para rendirse.

—Eso no cambia nada —dijo al fin, apenas audiblemente.

—Lo cambia todo —corregí—. Y lo sabes.

—¿Y qué, Killian? ¿Se supone que debo saltar a tus brazos porque lo dices? ¿Olvidar el odio entre nuestras manadas? ¿Olvidar la guerra? ¿La sangre?

—No. Pero tampoco puedes mentirte. No cuando tu cuerpo habla por ti.

Toqué su brazo. Solo un roce. Pero fue como un rayo entre nosotros. Sus pupilas se dilataron. Contuvo el aliento.

Y entonces, por primera vez, retrocedió.

—No eres mío —murmuró, negando con la cabeza, la voz rota, como si necesitara convencer a algo más que a mí.

Pero su cuerpo… tembló con cada palabra.

Ahí estaba.

La grieta.

La fisura que mi presencia dejaba en su muralla.

Mi mandíbula se tensó. Quise acercarme otra vez. Tomarla de los hombros. Hacerla entender. Pero no lo hice. No aún. Porque entendí que esta guerra no era solo entre manadas. Era dentro de ella. Contra sí misma.

Y si algo sabía de batallas internas… era que dolían más que cualquier mordida.

La miré un segundo más. Luego asentí, despacio.

—Pero tiembla —susurré, dándome la vuelta—. Tiembla cada vez que me acerco. Y eso, Ariana… eso no miente.

Me alejé sin esperar respuesta.

Pero su silencio pesaba como una promesa.

Y su temblor… como un juramento sin palabras.

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