Archer se inclinó con suavidad y rozó la mejilla de Ermys con un beso tan cálido que le erizó la piel. Sus labios dejaron un rastro invisible, pero profundo. Al separarse apenas un poco, le dedicó una sonrisa pícara que la hizo contener el aliento.
—Muy bien, señorita —murmuró con voz grave, rozando la seducción—. Ahora usted se quedará en el sofá, descansando como la reina que es… mientras yo le preparo algo delicioso.
Ermys lo observó, aún sorprendida por el gesto, y no pudo evitar seguirlo con la mirada mientras se dirigía a la cocina. El sol de la tarde entraba por los ventanales de la mansión, bañando la estancia con un brillo dorado. Archer, descalzo y con la camisa ligeramente remangada, comenzó a preparar todo con naturalidad, tan elegante como cautivador.
—Han pasado muchos años desde que viniste a pasar tus vacaciones aquí… — comentó Ermys, en voz baja pero lo suficiente como para Archer la escuchara, jugueteando con un cojín entre los dedos — Pero… ¿cómo es que tienes ingre