TrinaAnte mi pregunta, vi el cambio en sus ojos. Como si hubiese tocado algo que no debía. Su cuerpo se endureció. Su mano subió rápido a mi cuello, sin apretar, solo posándose allí como una amenaza velada.—Tengo miedo de que alguien más tenga el placer de apretar este precioso cuello antes que yo —murmuró.Su tono fue oscuro. Letal. Pero en sus ojos había otra cosa. Un brillo ahogado. Una angustia que no combinaba con su voz.Y eso me desarmó por dentro.No tuve tiempo de pensar más.Porque sus labios cayeron sobre los míos como una tormenta, y todo volvió a prenderse fuego.Su cuerpo me aplastó de nuevo contra la cama, su lengua invadió mi boca como si quisiera borrarme la memoria, la voluntad, el mundo.Lo abracé con los muslos, con las manos, con los labios, sabiendo que él no era mi refugio. Era mi guerra.Y yo había nacido para pelearla.Y si eso me costaba la vida... entonces que el infierno venga por mí.Porque antes, iba a llevármelo conmigo.DominicLa tenía bajo mí, sus g
NadiaLa rabia me carcomía como un ácido. Seguía abajo, entre los restos del humo, la música decadente y los gemidos apagados de sumisas y jefes de clanes ebrios de poder. Pero yo... yo estaba ardiendo.¡Maldita perra!Dominic se la había llevado. Marcada. Poseída. Conquistada. Y no, no le dio el escarmiento que todos esperábamos. No la humilló. No la dejó sangrando. No la hizo suplicar, no la golpeó.Aunque dijo que le haría pagar, se la llevó como si fuera un trofeo.Como si... la amara.Me crucé de brazos, apretando los dientes hasta que me dolieron. Sentí las miradas de los hombres que antes me buscaban desviarse. Ya no era la mujer al lado del jefe. Ahora era solo otra que miraba desde la sombra.—Tengo que acabar con esa perra —espeté entre dientes.Fue entonces cuando sentí la vibración del teléfono. Un mensaje de un número desconocido. "Responde. Te conviene". Dudé un segundo, con miles de preguntas revoloteando en mi mente. ¿Quién era? ¿Por qué la llamaban? ¿Qué quería?Mi cu
Seamus.El humo del cigarro se enreda entre mis dedos mientras observo las fotos esparcidas sobre la mesa. Trina. Dominic. Nadia. Piezas en un tablero que solo yo veo completo. —Prepárense —digo, levantando la mirada hacia mis hombres—. Es cuestión de horas para arrancarle el corazón al Zar —concluyo con burla. Y cuando ese momento llegue… que el infierno tiemble, pensé.Me giré hacia uno de mis hombres de confianza.—Cuando tengan a Trina. Tráiganla viva, aunque la quiero que la aten con gruesas cadenas, porque sí, algo me he dado cuenta de que ella no es tan simple como parece. Si ha enamorado a un hombre como Dominic, es porque está hecha del mismo material que él.Trina.Desde la ventana veo cómo los autos se pierden en la noche, llevándose a Dominic con él. Me quedo en la oscuridad, mientras el viento frío azota mi piel marcada por sus dientes, sus manos, su ira disfrazada de pasión. “Te mandaré con unos hombres a otro lugar, no es bueno que estés aquí”, sus palabras
IzanEl despacho olía a tabaco, a whisky caro, a mentiras baratas y frustración. Estaba sentado, con los codos apoyados sobre el escritorio y el rostro entre las manos. Había perdido la cuenta de cuántas veces había repasado cada decisión. Cada palabra. Cada gesto que pudo haberlo cambiado todo. Me sentía culpable por no haber sido diligente desde el primer momento, por haberme dejado engañar.Las paredes forradas de roble oscuro parecían cerrarse sobre mí cuando la puerta se abrió de golpe. Mi madre.Carolina Armone de Quintero entró como un huracán vestido de seda negra, sus ojos, los mismos que heredé, ardiendo con una furia que solo las leonas conocen. —¡Dime quién carajos se llevó a Trina!La voz de mi madre me atravesó como un cuchillo oxidado. Me puse de pie de inmediato. Carolina Armone no era una mujer que preguntara dos veces. Su sola presencia podía congelar el alma de los más duros. Y esta vez venía desatada. Furiosa. Descompuesta de rabia.—Mamá... yo ya te dije que e
IzanVi la preocupación de mi madre y no pude evitar preocuparme.—Voy a traerla —le prometí a mi madre.Ella levantó la vista. Su mirada ya no temblaba. Era la mirada de una madre dispuesta a matar por su hija.—Más te vale, Izan. Porque si no lo haces... no será Dominic quien desate el infierno. Seré yo. Tienes cuarenta y ocho horas para hacerlo.Fui yo quien tragó saliva esta vez.Porque en ese momento entendí algo más aterrador que la furia de los clanes.Mi madre... era el verdadero demonio de esta historia.Y estábamos todos jodidamente condenados.TrinaEl motor rugía como una bestia contenida bajo el capó del todoterreno. La lluvia golpeaba el parabrisas como uñas desesperadas, y el camino serpenteaba entre árboles helados bajo una noche que estaba demasiado callada. Demasiado perfecta.Los hombres de Dominic estaban tensos. Sus manos, cerca de las armas. Sus ojos, buscando entre sombras.Iba sentada en la parte trasera, la chaqueta ceñida al cuerpo, los dedos rozando la marca
DanteEl whisky no era suficiente. El ardor de la bebida quemaba mi garganta, pero no apagaba la desesperación que me invadía. Me metí en mi habitación después de comer con mi madre y mi tía. Cerré la puerta con fuerza, como si eso pudiera sellar mi mente. Las botellas en la mesa eran mi único consuelo, pero el maldito pensamiento de ella seguía destrozándome.Elizaveta.La botella de Macallan golpeó el suelo con un estruendo sordo. El cristal se hizo añicos, esparciendo el líquido ámbar como sangre sobre las maderas oscuras de mi habitación. Elizaveta. Ese nombre me quemaba las entrañas. Me desplomé en el sillón de cuero, llevándome otra de las botellas a los labios. El alcohol ya no ardía al bajar. Solo entumecía. Como si pudiera ahogar el recuerdo de sus ojos grises, llenos de un miedo que no cuadraba con la hija de Petrov. "¿Me habré equivocado?" La pregunta me taladraba el cráneo. “¿Será inocente?" Un gruñido escapó de mi garganta. La inocencia no existía en nuestro mund
IzanEl salón olía a café recién hecho y tensión. Mi madre y mi tía discutían en voz baja sobre lo ocurrido con Trina cuando el teléfono vibró en mi bolsillo. —¿Ahora qué? —gruñí, con la mandíbula apretada.Pero al ver el número, se me heló la sangre. Era uno de los contactos de confianza en la finca. Una de las mujeres que ayudaban a cuidar a Elizaveta. Atendí de inmediato.—¿Sí?“¡Señor Izan!” La voz de una mujer, desesperada, casi llorando, se escuchó al otro lado de la línea; pronto supe que era la misma con la que dejé atendiendo a Elizaveta. Su tono hizo que el miedo se agitara dentro de mí, mientras rogaba que la chica no hubiese muerto, pero lo que escuché después fue peor.—¿Qué pasó?“¡Se la han llevado!”Me puse de pie tan rápido que la silla cayó al suelo.“¡Ese bastardo de Edoardo! Vino con órdenes del señor Dante y se la llevó, a la fuerza. ¡Está herida! No podía ni caminar bien, por favor, haga algo, señor Izan. ¡Esa pobre niña…!”—¿Qué dijiste?“¡La está maltratand
Elizaveta.El jeep olía a sudor, tabaco y miedo. Mi miedo.El motor rugía como una bestia enjaulada, devorando kilómetros de carretera oscura. La lluvia azotaba el techo de lona, cada gota sonando como un dedo acusador. Traidora. Inútil. Condenada. El auto avanzaba como una jaula de acero sobre ruedas. Edoardo no dejaba de mascullar palabras y maldiciones entre dientes. Me dolía el cuerpo. El brazo. El orgullo.Las lágrimas bajaban sin permiso, como ríos de rabia contenida. La puerta vibraba con los baches, y con cada salto, mi cuerpo golpeaba contra el metal frío.Pensé en Izan, en cómo me había prometido que me protegería. Era mentira. Como todos.—¿Contenta, princesa? —Su sonrisa era un cuchillo oxidado—. Vas a volver a tu dulce hogar —dijo en tono sarcástico.Yo me quedé en silencio, sabía que se estaba burlando, él sabía que yo no tenía hogar y que nada bueno me esperaría con mi familia, no desde que ayudé a los Armone a escapar de sus garras, y la ironía de la vida, es que hab