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CAPÍTULO 4 – El sueño de sangre

CAPÍTULO 4 – El sueño de sangre

La noche había caído sobre la aldea, envolviendo todo en un manto espeso de silencio. Ni los grillos, ni los búhos, ni siquiera el murmullo del viento entre los árboles se escuchaba. Era un silencio denso, como si el bosque entero contuviera la respiración.

Tao se había quedado dormido a los pies de la cabaña de la curandera, rehusándose a dejar sola a la extraña mujer que seguía inconsciente. Mainumby, en cambio, descansaba en la casa familiar junto a su madre, pero su sueño fue igualmente pesado, como si algo más fuerte que el cansancio lo hubiera arrastrado a otro plano.

Y allí comenzó todo.

La luna roja

El cielo estaba teñido por un resplandor imposible. La luna, enorme y roja como un corazón sangrante, colgaba sobre ellos iluminando cada rincón con su luz siniestra. Tao parpadeó confundido, sin comprender dónde estaba ni por qué la aldea parecía desierta.

Entonces escuchó el llanto.

—¡Iker, por favor! —era la voz quebrada de su madre.

Tao corrió, y la visión que se abrió ante sus ojos lo dejó helado. Arasy estaba en la casa familiar, de rodillas en el suelo, suplicando con lágrimas que caían como ríos. Frente a ella, Iker permanecía erguido, el rostro endurecido por la decisión, aunque sus ojos revelaban un dolor desgarrador.

—No podemos seguir así —suplicaba Arasy—. No me pidas que elija, ¡no puedes elegir entre tus hijos! Tiene que haber otra salida.

Iker cerró los ojos un instante, como si quisiera no escucharla, pero cuando volvió a abrirlos, su mirada estaba fría, implacable.

—Nos debemos a la manada. No hay otra salida, Arasy. Mi decisión ya está tomada.

—¡Te lo ruego! —gritó ella, golpeando el suelo con las manos—. Si acabas con él… acabarás conmigo también.

El silencio que siguió fue aún más aterrador que los gritos. Tao sintió cómo el aire se volvía más pesado, como si cada palabra de su madre lo aplastara desde dentro.

Su padre, con el peso del alfa en sus hombros, se giró hacia cuatro de sus hermanos, que aguardaban en la puerta. Ellos estaban listos, sus ojos ardían con fuego de batalla, esperando únicamente la orden.

—Avancen —ordenó Iker con voz grave.

Los cuatro dieron un paso adelante como un solo cuerpo, sin vacilar.

Ausencia

Fue entonces cuando Tao comprendió algo extraño: él no estaba entre ellos. Se buscó con la mirada, intentó recordar qué hacía antes de llegar allí, y la respuesta fue un vacío.

“Yo estaría ahí”, pensó. “Jamás dejaría solos a mis hermanos. Esa es nuestra primera ley”.

Y en ese instante lo entendió: aquello no era real. Era un sueño. Un sueño demasiado vívido, demasiado doloroso, pero un sueño al fin.

Se giró hacia un costado y distinguió a Mainumby. Estaba junto a Arasy, arrodillado, sosteniéndole las manos mientras ella sollozaba. Su hermano no parecía preparado para luchar, no quería hacerlo. Su deber en esa visión era otro: proteger a su madre, ser su escudo ante la tormenta.

Tao quiso correr hacia él, pero de pronto el suelo tembló con el sonido de pasos. El bosque entero se agitaba: decenas de cazadores se acercaban, unos en forma humana armados hasta los dientes, otros transformados en lobos furiosos, avanzando como un ejército.

El corazón de Tao se aceleró. Nunca había visto tantos juntos.

El ejército de la luna

La luna roja parecía palpitar, bañando con su energía a toda la manada. Tao sintió cómo un escalofrío recorría su cuerpo. No solo los lobos con el don de la licantropía se habían transformado: esa noche, bajo el poder amplificado de Iker, todos se habían convertido en fieras.

Un rugido colectivo estremeció el aire.

Iker alzó la voz, imponiendo su mandato sobre el caos:

—¡Tráiganmelo aquí! ¡No quiero que lo maten, quiero que me lo traigan vivo! ¡Es una orden!

Tao se estremeció. ¿A quién se refería? ¿Quién debía ser capturado vivo? Su mente se nublaba, no encontraba respuesta. Solo podía sentir la rabia, el miedo, el coraje de los suyos chocando como tormentas dentro de él.

Los cazadores invadieron el claro. El choque fue brutal: acero contra colmillos, gritos contra aullidos. La sangre comenzó a manchar la tierra, tal y como la luna lo había anunciado.

Y entonces, en medio de aquella masacre, Tao lo vio.

La herida

Iker estaba frente a frente con un enemigo cuya figura era borrosa, imposible de distinguir. Era alto, imponente, una sombra que parecía surgir del mismo fuego de la luna. Ambos se miraban con odio, con el peso de siglos acumulados en un solo instante.

Arasy corrió hacia ellos, desesperada.

—¡Basta! ¡Deténganse!

Y en un segundo fatal, se interpuso entre los dos.

Un destello. Un golpe. Y el cuerpo de Arasy se dobló hacia atrás, atravesado por una herida que parecía imposible.

—¡MAMÁ! —gritaron Tao y Mainumby al unísono, sus voces desgarradas se mezclaron en el aire.

El sueño se quebró.

El despertar

Ambos hermanos abrieron los ojos al mismo tiempo, jadeando, con el corazón desbocado. Sus cuerpos estaban cubiertos de sudor frío, como si realmente hubieran luchado en aquella batalla.

Tao miró alrededor. Estaba aún en la cabaña de la curandera, sentado en la misma silla en que se había dormido. Mainumby estaba en su propia cama, al otro lado de la aldea, pero en ese instante, sabían que habían compartido lo mismo.

El grito aún resonaba en sus gargantas. Se quedaron inmóviles, paralizados por la fuerza de lo que habían visto.

Cuando por fin se encontraron esa mañana, no hicieron falta palabras. Se miraron en silencio, y en ese cruce de miradas comprendieron que no había sido un sueño cualquiera. Había sido una visión.

Mainumby, con su calma habitual, fue el primero en apartar la vista.

—Si lo que vimos se cumple… será el fin de todo lo que conocemos.

Tao apretó los puños, incapaz de responder. Su mente se debatía entre el miedo y la negación.

El despertar de Kerana

El amanecer llegó cargado de presagios. Arasy se levantó temprano, con la sensación de que algo distinto flotaba en el aire. Fue directo a la cabaña de la curandera, y allí encontró lo inesperado.

La mujer que había estado inconsciente por días estaba sentada en la cama. Su mirada vagaba por la habitación como si no reconociera nada, sus ojos oscuros llenos de desconcierto y fragilidad.

Arasy se acercó despacio, con la ternura de quien acaricia un secreto.

—Tranquila —le dijo suavemente—. Estás a salvo aquí.

La joven ladeó la cabeza, como si las palabras llegaran a través de un velo.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Arasy con dulzura.

Hubo un largo silencio, hasta que los labios de la muchacha se movieron apenas, pronunciando una palabra que parecía hecha de viento y misterio.

—Kerana.

La noticia se extendió como fuego entre los árboles: la desconocida del lago tenía nombre. Kerana.

Y aunque ninguno lo sabía aún, con ese nombre también había llegado la primera grieta en el destino de toda la manada.

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