El silencio en el departamento de Marco era pesado, cargado de ecos de la hazaña reciente. En la habitación principal, Daniel vigilaba el sueño de Aníbal con profesionalidad silenciosa. En otra estancia, Marco y Valeria se habían encerrado, buscando en la intimidad un consuelo urgente contra el miedo, la adrenalina aún palpitante y las hormonas del embarazo de ella que convertían cada emoción en un torrente desbordado.
En la sala, bañada por la luz tenue del atardecer, Álvaro y Marianna estaban solos. Él le tendió un vaso con whisky. Ella lo aceptó, sus dedos rozando los de él en un contacto que reverberó en la quietud.
—Hoy fuiste impecable —dijo él, la voz ronca por el cansancio y algo más. Un reconocimiento que iba más allá de la actuación. —Era eso o dejarme vencer y volver a huir—respondió ella, bebiendo un trago que le quemó el pecho—. Estoy cansada de huir.
El silencio se instaló de nuevo, incómodo, denso con todo lo no dicho.
—Me fui —soltó Marianna de pronto, la voz quebrada—