El quirófano de los gemelos López era un acuario de acero iluminado por los focos cegadores de las cámaras de televisión. Cada movimiento, cada susurro, cada latido de los monitores era amplificado y transmitido. Marco y Valeria, enfundados en sus batas estériles, eran los únicos habitantes de un universo reducido a la precisión milimétrica. Bajo las luces, no había herencias envenenadas ni secretos familiares; solo dos mentes brillantes operando en una sinfonía perfecta.
—Tensión del vaso compartido —murmuró Marco, sus manos, firmes como roca, diseccionando el tejido con una delicadeza que desmentía su fuerza. —Controlada—respondió Valeria, sus dedos ya colocando las suturas finísimas que evitarían una hemorragia masiva antes de que él terminara de pedirlo.
Era una danza hipnótica. No había espacio para el error. Antonio Ruiz, el anestesiólogo, vigilaba como un halcón los signos vitales de los pequeños, un faro de calma en medio de la tormenta controlada. En la suite de observación,