La Máscara de Dios
Isa Belmonte
La distancia entre nosotros, en ese santuario alpino, no era de unos pocos metros, sino de la vastedad de los años robados y la sangre derramada. Vittorio Orsini me miraba, no con la arrogancia del titán de Milán, sino con la desesperación helada de un hombre que ve cómo su último refugio se incendia.
—Usted me ha robado mi paz —repitió, su voz un susurro venenoso. Estaba de luto, no por la muerte, sino por el fin de su secreto.
—Y usted me ha robado todo lo demás —respondí, mi voz era un alfiler de hielo. —El nombre de mi padre, la seguridad de mi familia, la inocencia de mi hijo. La paz es un lujo que solo los justos merecen. Dime quién es ella, o juro por mi apellido que haré que tu vida se desmorone tan rápido que no sentirás el golpe.
Orsini tomó aire, sus ojos fijos en la mujer comatosa. La quietud de la habitación, solo rota por el suave beep de la maquinaria médica, amplificaba la tensión hasta hacerla insoportable.
—Ella no es parte de su guerr