La Danza de los Fantasmas
Isa Belmonte
La noche que siguió a mi encuentro con Vittorio Orsini fue la primera noche que no dormí por miedo, sino por el peso helado de la inminente victoria. El amanecer sobre Milán, con sus tonos grises y dorados, se sintió menos como una promesa y más como un telón que se alzaba sobre el acto final de una tragedia.
Mario regresó justo después de medianoche. No hizo preguntas sobre Zúrich, solo me miró. Había sangre en sus ojos, pero era la sangre de la justicia. Cuando entró en la biblioteca, me encontró sentada en el escritorio, rodeada de documentos financieros y legales, las piezas de ajedrez listas para el jaque mate.
Me levanté y caminé hacia él. Su traje olía a humo de avión y a la tierra antigua de Palermo. Su abrazo no fue de pasión, sino de ancla.
—Donato Marone es un hombre de palabra, a su manera —me susurró al oído, la confirmación que lo era todo. —La lealtad tiene un precio, Isa. Y él lo pagó por su propia sed de venganza contra el que ju