POV– JAVIER.
El chirrido de los barrotes al abrirse me atravesó como un cuchillo oxidado. El guardia me dijo que tenía visita. Por costumbre, mi primera reacción fue negarme. No soportaba ver a nadie, mucho menos a alguien de mi familia. ¿Para qué? Para recordarme lo que había perdido, para mostrarme con sus ojos que me habían enterrado vivo.
Pero entonces escuché el nombre.
Martín Rodríguez.
Mi padre.
El estómago se me encogió. Hacía meses que no lo veía. Parte de mí quería escupir en el suelo y decirle al guardia que lo mandara al infierno, que ahí pertenecía. Pero otra parte, la que aún se preguntaba si alguna vez le importé, me empujó a aceptar.
Me condujeron a la sala de visitas, un cuarto gris con una mesa metálica en el centro y una lámpara parpadeante que lanzaba destellos enfermos sobre las paredes. El olor a sudor rancio y desinfectante barato se mezclaba en el aire, creando una atmósfera asfixiante.
Cuando lo vi entrar, tuve que parpadear varias veces para reconocerlo. Ese