Capítulo 14.
Esa noche, después de la cena con mis padres, me quedé junto a la ventana contemplando la luna. El silencio me envolvía, y sentía todavía la presión de las palabras de mi padre ardiendo en mi pecho. Entonces lo escuché llegar. No tuve que girarme; su presencia llenaba la habitación como una sombra.
—¿Te encuentras bien, Mila? —preguntó Nicolás, su voz grave, más suave de lo habitual.
—Sí… solo contemplaba el cielo. Está iluminado esta noche.
Sentí cómo se acercaba hasta quedar a pocos centímetros de mí. Un calor me recorrió la espalda cuando su mano rozó la mía. No me aparté. En ese instante, no había secretos ni rencores. Solo nosotros, bajo el mismo cielo estrellado.
Él suspiró y, sin decir más, me rodeó con sus brazos. Me apoyé contra su pecho, fuerte, cálido. Las lágrimas que me negaba a mostrar brotaron silenciosas, humedeciendo su camisa. Y por primera vez desde que nos casamos, no me sentí atrapada. Me sentí… a salvo.
Los días que siguieron fueron distintos. Comenzamos a compar