La Torre Haneul, que una vez había sido el símbolo de sus sueños y aspiraciones, ahora se sentía como una prisión helada para Kang Ji-woo. Cada paso por el reluciente vestíbulo era una marcha a través de un campo minado de miradas. Los guardias de seguridad, que solían sonreírle, ahora la observaban con una frialdad impersonal. Los empleados, sus antiguos compañeros, desviaban la vista, se apresuraban a pasar, o la miraban con una mezcla de lástima, curiosidad y desprecio. El aire era pesado con susurros, como si las paredes mismas hablaran de ella. Al llegar a su piso, el ambiente era aún más hostil. Su escritorio, antes un refugio de eficiencia, ahora parecía un monumento a su vergüenza. Los cuchicheos cesaban abruptamente cuando ella aparecía, solo para reanudarse con mayor intensidad en cuanto se alejaba un paso. El silencio que la rodeaba no era de respeto, sino de ostracismo, un muro invisible de hielo que la aislaba de todos. “Buenos días, señorita Kang,” dijo la jefa de equipo