Las sirenas se escuchaban cada vez más cerca, hasta que la vibración metálica entró en la casa como un eco de justicia. Vanessa se quedó en medio de la habitación, con el maquillaje corrido, los cabellos pegados al rostro sudoroso y las manos aferradas a su vientre. Sus ojos giraban entre Julian, erguido como un muro frente a Kira, y la puerta que empezaba a temblar bajo los golpes.
—¡No pueden hacerme esto! —gritó, con la voz desgarrada— ¡Él es mío! ¡Él es el padre de mi hijo!
Julian la miraba con asco, sin apartarse ni un milímetro. Cada vez que Vanessa intentaba avanzar, él abría los brazos y la bloqueaba, asegurándose de que ni una sombra llegara a Kira.
La puerta se abrió de